El maletín



Cada cierto tiempo abría aquella pequeña valija repleta de recuerdos. Porque solo eran eso, recuerdos que aprendieron a quedarse quietos en cada compartimiento, sin más olor que el  desprendido cuando algo se atrapa en un espacio cerrado y parece retorcerse, como bostezando después de una siesta confortable, hasta que se estira para quedar de nuevo en forma.
Era eso, nada más ciclos calcinados que archivaba para sacarlos al final de cada mudanza y verificar que su existencia estaba allí, en un pasado escondido en bolsillos internos dando testimonio de lo que fue y de lo que no.

Lo veía sacar cuidadosamente recibos que pagó en su juventud y que corroboraban que fue dos veces padre, que lo intentó a pesar de los impedimentos, que falló y lo superó todo, menos la ausencia impuesta por el poder que lo despojó de lo vital.


Una pata de conejo se asoma dentro de una bolsa pequeña y la manosea recordando que desde niño la guarda porque “es de buena suerte”, porque en aquel viaje que hizo con su madre, uno de sus tíos la preparó para él. Le dijo que la llevara de amuleto y que nunca le faltaría fortuna en el camino. El vaticinio no se cumplió, tomando en cuenta la serie de sucesos que poco después, marcarían para siempre su destino.

Había un reloj de bolsillo muy antiguo, de esos con leontina. No tenía mucho valor material y su mecanismo estaba averiado, pero presumía de tenerlo y cada vez que destapaba el cuadrito de tela donde estaba envuelto, frotaba y pulía la superficie con esmero. Una vez que obtenía brillo, volvía a guardarlo.

Incontables tarjetas de presentación de proveedores y negocios que visitó, o que fueron útiles en su momento, se ubicaban en el compartimiento lateral, el que tenía cremallera, así se aseguraba de no perderlas. Los números de teléfono probablemente ya no eran los mismos, pero le daba seguridad saber que habían personas adecuadas para cada circunstancia, aunque jamás buscó allí para ubicar referencias. Así ocurría con facturas envejecidas y recibos de pagos de servicio de otras casas que habitó.

En una oportunidad le pregunté por qué almacenaba tantos objetos inútiles y contestó que no molestaba a nadie con hacerlo, así que callé y respeté sus manías, tanto como él respetaba las mías. Creo que era su forma de albergar la certeza.   

Es posible que algunos de sus temores fuera envejecer y caer en las trampas del olvido por causa de alguna enfermedad senil que hiciera estragos en su mente y no poder explicar sus pasos o acciones con evidencias suficientes,  
Cada año revisaba su tesoro de cachivaches, hurgaba sus virtudes, sus aciertos y fracasos, a pesar del desgarro y la traición. Toda la vida arrastrando el maletín en cada renovación o traslado, rigurosamente revisado para constatar que cada cosa ocupaba el mismo lugar, por si tenía que demostrar que actuó, que hizo, que defendió el amor a todo riesgo, que tuvo miedo, que no justificaba tenerlo, pero lo tuvo. Y ¿quién no ha perdido algo por causa del miedo?
El maletín sigue en el mismo sitio, pero él ya no está y ahora poco importa cotejar la memoria con la realidad, porque la verdad puede manipularse y con el tiempo, llega a ser un manojo de mentiras legítimas y hasta decretos que se transmiten por generaciones, hábilmente conducidos.
De poco o de nada sirvió cuidar recibos de pago, tarjetas con datos obsoletos, el reloj con leontina, las facturas, las fotos sepia y algunas a color desteñidas, los certificados de nacimiento de hijos robados, estropeados y vencidos, la pata de conejo para una suerte que no le devolvió nunca los afectos perdidos, la salud, la vida. 

Comentarios

Entradas populares