No me hables de suicidio

No. De eso por favor no me hables. No a mí, que conozco del vértigo y la caída, del efecto de la gravedad en los labios.
Háblame de cualquier otra cosa que sea triste, pero quédate en el límite y no me hables del suicidio.
A mi no, porque conozco el vacío que se siente cuando la conciencia se pierde, cuando los deseos de vida se ausentan.
No me causan ya sorpresa ninguno de los métodos, los conozco todos, uno a uno pasearon por mi mente, propios, ajenos…
Podrías hablarme, por ejemplo, de la longitud que tiene la base de tu melancolía, de los pasos desganados que usas para no salir de ella,
de los logros para alimentar tu desconsuelo, pero no de suicidio, de eso no. Sé del diminuto avance a la línea de la muerte, de su rostro, de su burla. Sé del terror más que de cualquier desdicha que se disfrace de misericordia, del sabor eterno de una huella macabra, póstuma, eterna.
Por eso, delante de mí, no intentes ilustrarme el suicidio, lo conozco cercano, mordaz, perpetuo.
Está repleto de consecuencias, créeme, cargado de cicatrices. De eso sé demasiado, no me enseñes más facetas que he tenido suficientes cataduras. Dime que puedes llegar al margen y retroceder a tiempo,
Déjame admirar el coraje del último minuto y observar atenta como crece la vida en ti, por ti y para ti, sin que haya un factor externo que, con pinzas, destruya tu existencia.
Pero no me hables de expiaciones, no a mi, que al instante me cubro la mirada con dolores antiguos y, en vez de llegarte, tengo la tendencia de enterrarme profunda para no mirar de nuevo el entorno de una inmolación con horror.
No a mi… de suicidio no a mi.

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