El maquinista




Una de las tantas noches de abandono, subí a ese tren sin más esperanza que una lejanía voluntaria y necesaria.
Una vez a bordo, me limité a observar los elementos del espacio. El aromo férreo, a moneda, a frío. Instalada en el pequeño local, mi vista efectuó un paseo mental apaciguando cualquier rastro de ansiedad con el que hubiera cargado de equipaje.
Tomé el compartimiento posterior del último vagón, por esa manía repetida de ver quien baja y quien permanece. Adicionalmente detesto el tumulto.
El vehículo hizo varias paradas, unas más largas que otras, dependiendo del flujo de pasajeros que abordara.
De cuando en cuando, paseaba algún miembro de la seguridad ferroviaria, confirmando el bienestar de los pasajeros y respondiendo a cualquier requerimiento con prontitud.
Fantaseaba con conducir un colectivo como ese, sentirme la dueña de los destinos, apropiarme por un momento de la velocidad y, en ella, tragarme el aire a contraviento por una vez en la vida, pisotear los charcos de lluvia sin mojarme y saborear sobre mi lengua los trazos de cada paisaje traspasado.
El maquinista apareció ante mí abusando de sonrisas, derrochando una simpatía algo recatada y tímida.
Como diseccionaba mis pensamientos, permití que me tomara de la mano, sujetando mi meñique más fuerte que a los demás dedos y, sin dejar de mirarme como nunca lo hicieron, me otorgó el mando de aquella travesía sin temor a equivocarse.
La conducción del aparato fue tan suave como si de un vuelo se tratase.
Pese al camino, su maestría extrayendo mis palabras se tornaba fluida, como el contacto resbaloso de unos peces en el agua.
En una ocasión, al tropezar una curva, le hablé de mi sospecha, esa que concibe la idea de que, de alguna forma manipuló una buena carnada para llevarme hasta allí, hasta el comando de una nave que flota en el ambiente aunque su tránsito no sea precisamente en el mar.
Pintó un paisaje que ya estuvo entre mis sienes y que he negado repetir. Sin embargo, estaba yo allí en ese dulce juego en el que ninguno de los dos sabía quién conducía el tranvía.
Aún no estoy segura de su nombre, He preferido llamarle el maquinista. Me motiva el arte que tiene para manejar el juego delicioso de llevar donde quiere mis palabras insomnes y a la deriva.

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