HORAS DE COLUMPIO



Las mañanas de un niño en vacaciones están llenas de triunfos. Los desayunos templados, cándidos, nada frugales, casi siempre esmaltan los paladares de tildes dulzonas y el tiempo se estira tanto como las ligas con que se enlazan las carpetas.
Los libros del año se arrinconan en el último peldaño del estante con el consabido juramento de no volver a mirarlos en esos días de juego.
Un sorbo de cola por hora como alimento de reglamento, cien mordidas a una goma de mascar son las únicas circunstancias de almíbar que el recuerdo de un columpio puede sustentar.
El tiempo se balancea en el vaivén sucesivo que traen los años. Un día parecerá demasiado lejana la memoria que quedó en el momento justo en que el asiento asciende.
Y entonces desearíamos volver, detonar los paréntesis, tomar de nuevo el riesgo de tantas horas muertas, carentes del retozo.

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