Sencillamente es hábito

Dicen que viajar fortifica el espíritu. Hay mucho de cierto en esta aseveración. Se me antoja la remembranza de unos días cercanos donde pude comparar situaciones, ciudades, circunstancias. No es en vano persistir en la memoria. Nos hace reflexionar sobre el piso donde estamos y el deseo de reconstruir aquello que perdimos.

Mi último viaje estuvo repleto de escenas variopintas. Las comparaciones abundaron y el sabor al llegar a la patria se llenó de contradicciones. En otros países, en otras ciudades, es elemental lo elemental. Ensuciar no está entre los parámetros normales del día a día. La vida rutinaria sopla normalmente sobre las aceras y es hábito comportarse a la altura y seguir las reglas.

No es así en mi entorno. Me pregunto por qué es tan difícil y controversial seguir una regla común al beneficio de todos.

En este tránsito por Barranquilla y Cartagena la única nostalgia que casi no pude contener en mi pecho fue la de anhelar unas calles limpias como las que estaba visitando. Hasta los niños recuerdan a sus padres el uso obligatorio de una luz de cruce, aunque fuere en la calle más solitaria de la ciudad. Es conducta, simplemente. Regresé de unas ciudades limpias, donde no hace falta el acoso de una multa para seguir instrucciones, para cumplir las reglas colectivas.

El hábito de admitirse como ciudadano con todos los derechos que eso implique. Repercute en el beneficio colectivo y, posteriormente, se devuelve como un búmeran hacia nuestra área, convirtiéndose éste en agradable porque cada quien respeta el espacio ajeno más que el suyo propio.

Es hábito, sencillamente eso.

¿Dónde aprendimos y cuándo a irrespetar lo ajeno? ¿En qué parte de la historia de Venezuela está escrito el permiso de invadir la línea que divide el deber del derecho?

Lo grotesco es la imposibilidad de reclamar, de exigir ese derecho sin despertar asombro y violencia.

¿Hasta dónde puedo pretender el respeto que merezco como ciudadano sin ser agredido? Me duele el retorno, con una simpleza que despierta en mi interior el vacío que deja un pueblo que no quiere a su tierra.

El resultado de este viaje me dejó invadida por la nostalgia y la contradicción. Amar una patria, pese a que nos destruya, es como una relación de pareja dañina y contaminada. Nunca tienen un buen final. Bien dicen que las comparaciones casi nunca han sido buenas.

Comentarios

Darío dijo…
Ciertamente, las comparaciones no son buenas. Y tanto es así, que la gente de aquí, dice lo mismo que vos sobre su país.
Es decir, sospecho que sólo pretendemos lo que no tenemos y despreciamos lo que tenemos.
Beso eh!

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