Hábitos de aprendiz






"Cuando lo hayas encontrado, anótalo."
Charles Dickens



Uso el moleskine, lo cargo siempre a cuestas como una extensión de mí misma. Cualquier palabra es detonante para un tema. Casi todas son pirotecnia apagada que debo encender. Es vital el hábito de anotar. Para reivindicarme pretendo escribir el mínimo de una línea por día.

La lectura de cualquier libro, puede significar el comienzo de un texto propio. Algunas veces, lo que contradice la historia que leo, es el comienzo de la propia historia.

Busco el tiempo. El tiempo no llega por correo, hay que hacerlo. Si espero a que llegue, nunca escribo.  Un día escuché a Alexis Romero decir que nunca sale de casa sin haber leído aunque sea una línea de cualquier libro y luego reflexionaba durante el día sobre la lectura y me lo tomo como consejo.

Me proveo de un bolígrafo que escriba “rico”, de esos que deslizan la tinta sin oponerse. No hay nada peor que escribir con un artefacto que se resiste al patinar sobre el papel.

Bloqueo distracciones: dispositivos en silencio, correos, juegos, televisión y otros que puedan servir de tentación para desertar de la página en blanco.

Silencio, no llega gratis, hay que buscarlo, construirlo, defenderlo. Como único sonido,  música smooth jazz o chillout, vía audífonos,  a un volumen lo más soportable posible que impida la invasión de murmullos o conversaciones, ni el barullo del tráfico.

Busco esa unidad entre el texto y mis entrañas, fisgoneo muy dentro, desde la intencionalidad de lo creativo hasta la comprobación de mis propias suposiciones,  encontrar respuestas a las pausas, seducir la frase licenciosa y luego desaparecer una vez que se levanta el lápiz...

Un escritor nunca está conforme con el espacio que le fue dado para escribir. Sueña con ventanales amplios, vista al mar o bosques densos que valgan de inspiración. No es común tenerlos. Hasta en el más repugnante suburbio, se encuentra la belleza. En una acera, en un farol de la calle de un barrio, en un auto abandonado, en un barrendero, en todos hay una historia que contar.

Si escribo bajo techo, escribo temprano, el aire fresco, la soledad, el sigilo que nadie enfrenta por dormir unas horas de más. La madrugada es mi favorita: encierro, sombra y silencio. El cuerpo está descansado, la mente limpia de pensamientos, el ambiente es favorable.

En intemperie, o en “huida”, atrapo  parques o plazas. No cualquier parque, soy exigente. Debe tener vegetación, bancos amplios, sin columpios (me distraen los niños) y suficientemente solitario para sentarme en posición de loto y dejar espacio al desorden de mis hojas, mi cuaderno, mi momento.

Café. No hay placer superior que el vapor que despide el primer café de la mañana y su contacto con el paladar. Preparar el rito de parir la frase siguiente y buscar la creación como parte del despertar, se complementa con el sublime aroma de ese primer café.

A otras horas, el chocolate, el más negro, es un buen estimulante. Deshago su textura sobre mi lengua lentamente mientras me abstraigo y abro los límites, dejando una fisura suficientemente amplia para que pasen por ella, las ideas. 
Bastimento: Si programo mis excesos, me abastezco de alguna exquisitez que en lo ordinario no me permito. Cada letra es un sorbo, cada frase un bocado y así.

Primero escribir, escribir intenso y desenfrenado. Atrapar la frase en el aire antes de que escape, sin la ruptura de la puntuación. Luego viene la poda, el reacomodo, hacer justicia en los espacios y finalmente, el logro de la conexión que, efectivamente, exprese lo que inicialmente se buscaba.  Trato de mantener la ingenuidad primigenia paralela al  asombro de la insolencia.

Inicialmente prefiero borronear en el papel. Escribo palabras aisladas, las conecto con otras ideas, las desconecto si me parecen comunes. Entonces,  juego.

Nunca abandono el oficio de aprendiz. Leo sin cesar, no solo a reconocidos y galardonados, sino a aquellos que desde la sombra pretender “ser” garantes de su letra. Se aprende de los malos y de los buenos escritores, aún de los “no son descubiertos”. Resalto frases que atrapen, rayo, trazo flechas que recuerden que “allí” hay algo interesante que estallará en otro texto. Si  necesito más inventario para producir nuevas ideas,  leo a otros.

Una vez que el texto pretenda tener una forma final, lo dejo reposar unas horas, días, lo necesario para que, al releer, se observen los detalles del cambio. Permito insertar la crítica severa e indigna. Cerceno lo innecesario y dudo siempre de lo que se resta. Generalmente son necesarios varios “reposos” para advertir errores.

Leo el texto incipiente en voz alta, preferiblemente a otros. La vista puede engañarme y  puedo caer en la omisión detalles y reiteraciones. Trato de aprender del valor de la crítica.

Miro dentro. Miro en mi entorno. Hay cuadros, fotos antiguas de seres que ya no están y que tuvieron una historia, una miseria y un logro. Miro alrededor, hay un lecho repleto de instantes, una mesa que contuvo cenas opíparas o el hambre que lleva a la búsqueda del éxito. Pongo un personaje y  una circunstancia, allí se encuentra el texto.

La lucha es renunciar al miedo de errar. En lo profundo de la rectificación el texto debe fluir victorioso y hasta tanto no esté publicado, puede sobrevivir.

Mayo 2013.

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