Visita conyugal

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Llevé un bolso de mano con lo estrictamente necesario, esas cosas que fácilmente se recogen a la hora de irse o sencillamente nunca salen de él. Temía dejar algo propio sobre la mesa, en el baño, en cualquier área, era como sentirse visitante de un hotel, donde se procura no olvidar nada. Una vez en el sitio, sentía los espacios prestados, ajenos y, con frecuencia, me embargaba un extraño estado de ansiedad que me empujaba a salir de allí, sintiéndome una intrusa. No me retuvieron cuando quise marcharme, como si ciertamente desearan mi partida después de haberse cumplido la visita conyugal, sí, como la de las mujeres de los reos quienes visitan por cumplir un requisito emocional y carnal, más, sin embargo, saben que el lugar no es el indicado, no se siente como un hogar, y deben salir de allí una vez cumplido el tiempo estipulado y no dejar nada olvidado, cargar con la tristeza, la soledad y los miedos que trajeron, sin saber siquiera con exactitud cuándo será la próxima vez. O si la habrá.

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