Como la guayabera






Cuando conocí a Gisela, la vecina de al lado, mi vida estaba hecha añicos. Un divorcio de  magnitudes torrenciales había ahogado mis esperanzas de un “para siempre” como símbolo de una vida en pareja y mi capacidad de socializar había mermado de tal forma, que básicamente me costaba dar los buenos días en el ascensor. Mi primera responsabilidad era Lucas, el único heredero, el motor de mis días. Así que mi vida transcurría en un ir y venir desde un empleo al que detestaba y en el que solo regresaba al día siguiente con la única intención de esperar el día de la entrega del salario que me solventaría las necesidades más básicas de cualquier ser humano; comer, pagar el techo que nos cubría, costear los estudios del niño y si acaso sobraba una mísera suma, gastarlo en un día de cine con Lucas para distraerle la mente y evitar que pensara en la ruptura de sus padres.

Gisela fue un soporte en esos días de pérdidas y abandonos. Como madre soltera podía comprender la avalancha gigantesca de miserias internas de las cuales sería víctima en adelante y los continuos tropiezos a los que se expone una mujer sola, con un hijo a cuestas y una sonrisa que mantener en su entorno laboral para que nadie advierta el infierno que soporta minuto a minuto en su pecho.

Si bien nos veíamos poco por no coincidir nuestros horarios de salida a la faena, Gisela tuvo siempre detalles amistosos que nunca podría olvidar. Estábamos pendientes la una de la otra y en algunas ocasiones compartíamos alguna comida que habíamos hecho el domingo, conversábamos sobre nuestros problemas y propiciábamos la oportunidad de que los pequeños, el mío de 9 y el de ella de 7, jugaran un rato en alguna de las dos residencias.

Fueron varias las veces que me ofrecí a llevarle a Christian, su hijo, al colegio, viéndola afanada o retrasada a la hora de salir, así como muchas otras, ella se quedó con Lucas porque me hicieron trabajar sobre tiempo en esa bendita oficina que no cumplía ninguna expectativa para mí pero que, sin embargo, me veía obligada a aceptar todas sus inquisiciones por necesidad.

Gisela alquiló ese apartamento hacía unos 3 años aproximadamente. A la dueña, Silvia, pocas veces la vi, ya que apenas estuvo unos meses luego de estrenar la vivienda y luego fue trasladada a otra ciudad, por lo que rentó el inmueble a Gisela, quien venía recomendada por una prima.

Yo, en cambio, había logrado quedarme en el apartamento que compramos durante el matrimonio en una débil disputa en la que Carlos accedió a dejarme allí solo por el niño, por recomendación de la juez de menores. Así que en ese aspecto, le llevaba ventaja a Gisela, a quien todos los años le aumentaban el alquiler, haciéndose cuesta arriba para ella cumplir con el pago con el mismo sueldo.

Nuestra amistad se hizo estrecha, de mutua colaboración y comprensión y con el elemento adicional de que ambos niños, se hicieron compañeros de juegos en corto tiempo. Gisela llegó un día de la calle con un agobio extra y los ojos llorosos. Ante mi preocupación, me pidió entrar en casa y casi inmediatamente me preguntó si podía hacerle un café cargado para tener fuerzas de contarme lo que le preocupaba. Silvia, la dueña del apartamento donde vivía, la había llamado a última hora de la tarde para informarle que, ante el vencimiento próximo del contrato de alquiler, no habría renovación, ya que se devolvía a la ciudad para emprender un nuevo proyecto personal y necesitaba la desocupación lo más pronto posible para efectuar la mudanza.

En un país donde la situación inmobiliaria se ha convertido en una verdadera odisea sin éxito. Las autoridades pertinentes habían dado carta blanca a los inquilinos de quedarse con propiedades ante la dificultad de conseguir nuevas opciones, sin el menor apoyo legal posible para el propietario, por lo que nadie se atrevía a rentar desde hace algunos años por temor a iniciar un juicio de proporciones monetarias invaluables, con el riesgo de perder ambas cosas, la querella y la vivienda.

Con suma atención escuché a Gisela entre sollozos, contar la triste historia de una madre soltera a quien recién sentía un peso adicional a los múltiples inconvenientes que como premio a su esfuerzo, le daba la vida. Con rapidez, colé un café y me senté frente a ella tratando de calmarla.

Su familia residía en otros estados, dispersa por el interior del país, así que no podía encontrar una solución inmediata su cooperación. Le aconsejé mediar el tiempo de abandonar la casa con la dueña y enseguida rompió en llanto escondiendo su rostro bajo sus brazos acusando que ya había agotado ese recurso.

Me sentí impotente. Un torrente de ideas imposibles cruzaron por mi cabeza. Una de ellas fue la posibilidad de traérmelos a casa para ayudarlos mientras encontraban un espacio acorde con su presupuesto. Pero desistí de comentarlo cuando recordé las advertencias de mi ex cónyuge con respecto a quedarme con todas las comodidades de siempre, a cambio de que no contrajera compromiso alguno con nadie. Y por supuesto, eso incluía a las amistades, por lo que la intención con mi entrañable vecina, no era procedente.

A partir de ese momento, Gisela vivió momentos bastante desagradables. Silvia inició una serie de presiones psicológicas, al punto de lograr su desestabilización emocional. Con frecuencia llegaban cartas solicitando la revocación del contrato inmobiliario, notificaciones de tribunal con amenazas subliminales, de no desocupar el espacio en el tiempo previsto, además de llamadas constantes preguntando para cuándo sería el desalojo. 

Gisela intentó realizar una búsqueda de otro lugar para mudarse, sin embargo las condiciones del país no estaban dadas para conseguir fácilmente, y con esa premura, un sitio adecuado para ella y su hijo. Como viví su historia, por la cercanía con que nos conectamos vecinalmente, sabía de qué magnitud era su preocupación.

Pasaron algunos meses y la situación se hacía cada vez más intolerable. Me afectaba de manera directa, ya que a diario actuaba como consuelo ante las angustias de Gisela. Para mi sorpresa, un día me llamó Silvia. De alguna forma se enteró del vínculo que me unía con su arrendataria y trató de tocar mis fibras sentimentales para obtener apoyo de mi parte. Me pareció una buena estrategia conversar con ella y actuar como mediación para lograr un tiempo adicional que beneficiaría a Gisela, así que acepté reunirme y tomar un café para discutir el tema. Silvia resultó ser mejor estratega que yo. Con mucha habilidad me expuso su tendencia, en el caso.

Mientras la escuchaba contarme sus planes, mi visión del asunto iba cambiando. Por razones obvias siempre estuve a favor de Gisela, sin embargo no podía desestimar que las apreciaciones de Silvia, vistas desde su ángulo, eran válidas y no menos justas que las de su inquilina, quien, por cierto, en los últimos días, se había tornado irascible y violenta en sus conversaciones debido a la presión que recibía de su arrendadora.

Silvia me señaló su imposibilidad de pagar un alquiler a su regreso a la capital y manifestó su derecho a vivir en su propiedad en el momento que lo deseara, teniendo en cuenta, por supuesto, los plazos legales, lo cual estaba cumpliendo a cabalidad.

Me vi entonces en una dualidad. No sabía con quién ser solidaria. Cuando hablaba con Gisela trataba de hacerle comprender los puntos de vista de Silvia, le recomendaba agencias inmobiliarias para que se activara pronto y pudiera conseguir otra opción para solucionar sus dificultades. Incluso colaboré durante muchas horas en realizar llamadas a conocidos y familiares, tratando de regar la voz, mencionando la emergencia del caso, buscando ayudarla. Todos mis esfuerzos fueron vanos.

Pasado y vencido el plazo límite para la entrega del inmueble, Silvia ejecutó otras medidas de presión más drásticas. Se encadenó en el pasillo de nuestro piso, a la reja de su propiedad, obstaculizando así el paso de salida de mi vecina y su acceso al pasillo. Llamó a la prensa, constantemente le hacían entrevistas para programas donde se denunciaban problemas similares.  La vida de Gisela y la mía, en consecuencia, se tornó un infierno.

Una de esas mañanas de los cincuenta días con ese panorama, Silvia, en señal de agravio, le gritó a Gisela que hasta yo la apoyaba, ya que habíamos conversado en múltiples oportunidades del tema. Mi vecina, furiosa, pensó que había mantenido una representación cuando le aconsejaba y consolaba y me tildó de falsa y traidora. A pesar de mis intentos inútiles por hacerle ver mi posición,

Gisela me quitó el habla y por supuesto, la amistad de los niños terminó. Incluso traté de mediar con Silvia una conversación para que evitara este tipo de comentarios que me perjudicaban con Gisela, pero su actitud para conmigo fue brusca e intransigente.

De más estaría contar los momentos ásperos que tuve que vivir. La situación me hizo sentir tan mal que fui yo la que tomó la decisión de mudarse por un tiempo a casa de mi madre para evitar encontrarme con esas dos mujeres que batallaban cada una en su propia conciencia por decisiones que para ambas, parecían justas, según el punto de vista desde donde se viera.

Aquella diatriba duró, desde el inicio legal de las gestiones de Silvia, algo más que un año, del cual, casi la mitad, pasé refugiada en otra casa. Supe por comentarios de otros vecinos que la contienda terminó en violencia. Gisela tuvo que irse, ignoro su destino hasta hoy, forzada y derrotada con su pequeño hijo.


Silvia ocupó el departamento pero nuestras interacciones en adelante se tornaron en unos grises y cortos “buenos días”. Lucas y yo perdimos unos amigos sin tener responsabilidad en esa querella. En este momento las dos personas implicadas resolvieron su problema y yo, por tratar de ayudar y mediar entre dos puntos de vista válidos entre sí, me quedé sin vecinas y como la guayabera, por fuera.

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