El sepelio de Sara Batista






Me entretiene escuchar cuentos de ancianos y de cómo se divertían en su juventud y casi puedo sentir el aire limpio que hoy se ausenta de las calles que transito. Claro que existe una diferencia universalmente evidente. Basta retroceder un poco en la historia, en la música de  antaño que relataba un día a día diferente, sano, limpio.  Sin embargo para ellos, los de antes, cualquier manifestación de modernidad podía ocasionar un escándalo manifiesto.

Cuánto hemos retrocedido a pesar de los años transcurridos. Hasta los diálogos con la naturaleza se han tornado en imágenes de un exterior intransigente y baldío. Para tanto tiempo distante, es mínima la trascendencia de una mentalidad vanguardista que se precie de abandonar los mitos y avanzar hacia un conocimiento libre.

En eso meditaba en las exequias de Sara Batista. Recuerdo que  los trajes eran llamativos. Los tiempos han cambiado y ya no es tan importante plegarse a la norma de vestirse de congoja. Mucho menos con la prisa que vive el caraqueño y lo intempestivo de las muertes de ahora. Ya ni los muertos dan chance suficiente para mandarnos a hacer un atuendo acorde con la ocasión.

Sara, como tantas otras heroínas de historias cotidianas, fue una gran mujer, pese a los comentarios adustos que logré captar cerca de la cafetería de una de las funerarias más concurridas de la ciudad. Su vida se centró en la crianza de sus dos hijos, Marta y Bernardo, a quienes sacó adelante con un esfuerzo generoso. Su contienda fue solitaria como la de tantas otras, ya que el padre de las criaturas murió temprano, dejando el patrimonio repleto de deudas.

Sara entonces, con una viudez impuesta y arrastrando la fisura económica de su herencia, no tuvo más remedio que superar amaneceres temerosos mezclados con una fortaleza que no le fue inculcada desde niña, solventando así los picotazos de un vaivén ingrato para salir adelante.

-Parece que estuviera dormida –

Murmura una de sus vecinas, con quien Sara nunca tuvo mayor contacto salvo los saludos propios  se dan en un ascensor y sin darse cuenta de que yo, muy cerca, logré entender la dirección venenosa de sus comentarios. Otra de las mujeres presentes, la del negocio de dulces, de aspecto solemne y lúgubre,  lanzaba miradas corrosivas a la vez que enderezaba la pose de su pequeño hijo, quien parecía un soldado sancionado, tratando de sobrevivir después de un fracaso en la batalla.

Este sepelio fue un acontecimiento importante para mí. Aprendí a leer los labios de aquellas maldicientes que dejaban colar los chismes entre sus dientes, entretanto lloriqueaban como para convertirse en las mártires del acontecimiento. 

Las observaba al descuido, improvisando mis dotes precoces detectivescas, aprendidas de los programas de televisión que miraba escondida de mi madre cuando planchaba. Siempre practiqué la evasiva costumbre de mirar de lado, de esa forma nadie advertía que me enteraba de todo.

-Estoy destrozada-

Decía Lolita, la del piso 5, famosa por sus pasteles de guayaba, los cuales ofrecía los fines de semana a toda la vecindad a un costo relativamente económico. Inmediatamente soltó un sollozo y ocultaba su rostro entre los bordes de un pañuelo arrugado que colgaba de su dedo meñique.

Me fascinaba la manera inconsciente en que la gente profiere juicios de los muertos. Advertí que se trata de un  aprendizaje, como queriendo dejar claro ante la sociedad que sus desconsuelos son aún peores que los de los mismos parientes. Dejar de fingir podría convertirse en un rompimiento, una especie de divorcio de la comunidad, una traición a los vecinos.

Confieso que me divertían estos aquelarres. Si bien iba obligada por mis padres, la idea de burlarme internamente de las “lloronas de la cuadra” y adivinar sus comentarios hipócritas entre dientes, se me antojaba atrayente.

-Chica, hay que superarlo. Ella era tan buena, tan servicial, la pobre, sufrió mucho, quizás esa enfermedad le ocurrió por tantas lágrimas derramadas. –Le respondía con complicidad Dilcia a Lolita, la de los pasteles.

Me vino a la mente el día que las escuché conspirando en las escaleras del edificio, dudando de la dignidad de Sara, cuando llegaba a altas horas de la noche, sudorosa de tanto trabajar en un supermercado cercano. No le permitían regresar a casa hasta tanto no hubiera trapeado todos los pasillos del ala oeste, los del frigorífico, que por la naturaleza de sus productos, era el que más se ensuciaba durante el día.

Esa mañana, según destrozaban la vida de Sara, reían a carcajadas mientras compartían con detalle el estado en que Sara llegó la noche anterior, despeinada, con signos de cualquiera cuyo salario apenas alcanzara para comer. Iba yo bajando las escaleras cuando escuché sus risas siniestras, las malas intenciones en sus palabras. Me quedé inmóvil, imponiéndome un silencio que me devoraba y a la vez, escandalizada.

Nunca hice referencia de aquella conversación. Decidí no alojar pensamiento alguno de una situación que por demás, asqueaba. No fue hasta ahora, en el funeral de Sara, cuando recordé aquel episodio que me abrió los ojos ante la falsedad y me hizo madurar de un solo portazo. Nunca más asistí a velorio alguno. 

Ni siquiera al mío.

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